Editorial #25: un balance del 2022

2022 fue un año particularmente rico en acontecimientos políticos, sin duda marcado por el sorprendente resultado del plebiscito del 4 de septiembre.

Con las dudas iniciales que suscitaba el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 que lo posibilitó, con el correr del tiempo, y sobre todo por los resultados que arrojaron las elecciones de convencionales, este terminó por ser concebido como el broche de oro que debía coronar definitivamente el triunfal ascenso de los “movimientos sociales” y la “Primavera de los pueblos” comenzada con el estallido social.

Como prólogo, se tenía el acceso al gobierno de la coalición Apruebo Dignidad (Frente Amplio – Partido Comunista) en marzo. Así puestas las cosas, solo quedaba poner la firma al nuevo texto constitucional que consagraría un nuevo Chile. Por fin se tendría el tan advenimiento del anhelado reino universal de los derechos sociales y reconocimiento de las “minorías históricamente excluidas” (pueblos originarios, disidencias sexogenéricas, animales, etc.), siempre postergados por el egoísmo de los “poderosos de siempre”.

Ante ese escenario, la gestión del recién asumido gobierno se limitó a sentarse en los sillones del poder y esperar de brazos cruzados el resultado del 4 de septiembre. Recién allí comenzaría a gobernar. El texto constitucional era en verdad su programa de gobierno. En el intertanto, abandonó –obligado también por el hecho de no poseer mayoría parlamentaria– la iniciativa legislativa; y cuando incursionó en esa arena de la mano del ministro Jackson, solo cosechó derrotas.

Sin embargo, el desenlace no pudo ser más desastroso. En verdad desastre no es la palabra adecuada para describir el significado político del 4-S, sino bochorno.

El bochorno del 4 de septiembre y su significado: la caída del ñuñoísmo y cambio de agenda de la burguesía

El hito aún está muy cerca, lo que impide un análisis objetivo exhaustivo y sacar todas las conclusiones del caso. No obstante, seguramente será materia de estudio de la ciencia política y ejemplo modélico por antonomasia de un proceso de reforma constitucional fallido en los tiempos modernos. De hecho, la experiencia de procesos similares apunta a que, salvo en contadas ocasiones, las propuestas constitucionales sometidas a referéndum difícilmente son rechazadas, más aún si cuentan con el apoyo del gobierno de turno.

Por lo mismo, se trata de todo un logro que cargarán para la posteridad sobre sus hombros los geniales estrategas detrás de este proceso, entre los que se encuentran los principales articuladores de los partidos de izquierda presentes en la Convención –Bassa, Barraza, Atria y otros–, a los que se sumaba la parodia de Montaña de cuanto vocero/a y asesor/a de inimaginables “movimientos sociales” y micro organizaciones políticas que actuaba como verdadera barra brava que presionaba por “radicalizar” el proceso. 

El resultado es verdaderamente bochornoso en la medida que un proceso que supuestamente se apoyaba en las más sentidas demandas de “los pueblos” de Chile, terminara por imponerse solo en 8 comunas, todas de la V o Región Metropolitana. Es más, la obligatoriedad del voto, que llevó en masa a los sectores populares a ejercer su opinión, desnudó la miseria política del ciudadanismo y falta de real arraigo en la clase trabajadora. Según los cálculos de expertos en la materia, del caudal de nuevos votantes, unos 4,5 millones en total, que se sumaron en el plebiscito del 4 de septiembre con respecto a la segunda vuelta presidencial el 90% se inclinó por la opción Rechazo.

Lo tragicómico de todo es que aquel desenlace cayó –en gran medida– dentro de los resultados inesperados de los originalmente contemplados en los cálculos de los distintos actores políticos del momento. Mientras la derecha apostaba por la regla de los dos tercios al interior de la Convención para imponer sus intereses, creyendo además que la voluntariedad del voto en la elección de convencionales le favorecería; los partidos de izquierda y el “mundo social” apostaron a la obligatoriedad del voto en el plebiscito de salida. Paradójicamente esto último terminó inclinando decisivamente la balanza hacia el Rechazo. En caso de haberse mantenido la voluntariedad del sufragio es casi seguro que el Apruebo se hubiera impuesto y hoy tuviéramos ya nueva Constitución. Nadie sabe para quien trabaja al final del día.

Como sea, el hito del plebiscito sin duda marcó la caída del ñuñoísmo y su estrafalario proyecto, con consecuencia inmediata de la pérdida –difícilmente recuperable en lo que resta de su gestión– de la capacidad del gobierno para conducir y articular políticamente a la burguesía local. Con él concluyó también la coalición Apruebo Dignidad como soporte del gobierno. La caída del ministro Jackson como principal estratega del gobierno marcó el desplazamiento de su partido (Revolución Democrática) del círculo más inmediato del presidente Boric. El autonomismo sacó mejor suerte solo por su cercanía personal con este.

La contraparte de estos desplazamientos fue el ascenso del Socialismo Democrático dentro de las fuerzas gobernantes. Coalición que inicialmente entró por la ventana al gobierno como prenda de garantía para el gran capital que las riendas del Estado en puntos clave (finanzas públicas, política exterior, seguridad pública) estaría a buen resguardo de los humos más exaltados del ñuñoísmo radical, terminó finalmente haciéndose –con la dupla Tohá-Uriarte– de la conducción política del ejecutivo.

Las mismas preocupaciones que cruzan a los intereses generales de la burguesía cambiaron de eje con el 4-S. Estas pasaron básicamente a la crisis migratoria que afecta a la región y el control del orden público. A lo que se suma el deterioro del panorama económico interno: persistencia de la inflación, caída de los salarios reales y proyecciones de caída de la actividad para el próximo año.

Disipada toda la épica del discurso ñuñoísta con el colosal aborto del 4-S, la alianza entre el gran capital y las clases medias que quedó planteada con la irrupción de estas últimas en la escena política con el Frente Amplio y los movimientos sociales se juega hoy, en lo fundamental, en las propuestas de reforma tributaria y de pensiones que impulsa el gobierno. Allí se están planteadas los intereses materiales que dan factibilidad o no a dicha alianza de clases.

¿Qué queda entonces del cambio constitucional? Perdida la capacidad de conducción del gobierno, la iniciativa radica hoy en el Parlamento y la negociación entre los partidos allí presentes. El gobierno quedó como mero espectador del proceso.

Las volteretas de Apruebo Dignidad, la insurrección y el socialismo. Un paréntesis

Si bien aún queda la aprobación legislativa definitiva del acuerdo, fue solo después de tres meses de negociación que los partidos lograron delinear los contornos del nuevo proceso constitucional. El carácter parcialmente electo del órgano redactor y la exclusión de la posibilidad que los independientes formen listas ha hecho poner el grito en el cielo al autodenominado mundo “democrático” y de los movimientos sociales, además de serios cuestionamientos al interior de algunos de los propios partidos de la coalición gobernante.

Es indudable que con la suscripción de este nuevo acuerdo los partidos hoy gobernantes del Apruebo Dignidad, y en especial el PC, se han metido en un zapato chino difícil de explicar a su nicho electoral y militancia. Si el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 era tan antidemocrático que declinaron su suscripción, ¿por qué hoy un acuerdo, que a todas luces es aún menos democrático, al restringir las atribuciones de la instancia directamente electa por la ciudadanía, es ahora si digno de ser suscrito? Resulta evidente que dicho comportamiento deriva lisa y llanamente del más mediocre cálculo oportunista de ser esta vez fuerzas oficialistas y no de oposición.

La verdad sea dicha es que, en aquel entonces, los partidos de izquierda, y sobre todo el PC, estaban embarcados –bajo el hashtag #FueraPiñera difundido por los “movimientos sociales” y cuanto medio “alternativo” de prensa existente– en una no reconocida, al menos no de forma abierta, vía insurreccional para sacar al gobierno.

Convengamos que no hay ningún problema de principio en apelar a la insurrección como instrumento de la lucha política. De hecho, ningún partido que apele al marxismo –al menos en el papel o en ridículas performances electoreras del “demonio marxista”– como base doctrinaria de su acción política puede renunciar a dicha forma de la lucha de clases (Lenin: El marxismo y la insurrección). El punto aquí es que… a la insurrección no se juega (Consejos de un ausente), sentencia que condensa una serie de aspectos entrelazados de la cuestión.

 En primer lugar, hay ante todo una responsabilidad con la clase. No se le debe azuzar a librar un combate que no tiene posibilidades de ganar porque el enemigo la supera en fuerza, cohesión y esclarecimiento de objetivos. Eso es llevarla al matadero. Las terribles mutilaciones y muertes que dejó el actuar de las fuerzas represivas del Estado durante el estallido social son una muestra relativamente pequeña de las pérdidas que puede enfrentar una clase que verdaderamente se insurrecciona contra el poder de la clase dominante. Los representantes de los trabajadores deben tener como principio supremo el resguardo de sus miembros, evitando enfrentamientos innecesarios o, cuando es efectivamente necesario e inevitable, advertir de los riesgos, tratando siempre de minimizar las bajas.

Pero hay aún más. Obviando las condiciones previas que esta requiere, que no pueden ser generadas al antojo de ningún partido político, y el factor sorpresa que –por su naturaleza– este tipo maniobra requiere, la insurrección se prepara. No es una aventura del momento. Y por preparar entiéndase, entre otras cosas, educar a las masas en dicho objetivo. Explicarles que la lucha de clases ha alcanzado tal nivel de agudización que sus objetivos solo pueden alcanzarse mediante el derrocamiento de la clase que detenta el poder del Estado, además de mostrarles cuáles son las condiciones para que la insurrección triunfe y asegure el poder de la clase insurreccionada. A la luz de los antecedentes, preguntamos entonces: ¿estaban las condiciones en 2019 para que los trabajadores se arrojaran a la disputa abierta por el poder? ¿Tenían estos la capacidad de oponerle a la burguesía una fuerza material igual o superior a la condensada en el aparato estatal? ¿Cuál era el grado de fractura del aparato estatal que eventualmente hubiera podido inclinar a parte de este, y en especial a las Fuerzas Armadas, al campo de los trabajadores? Y así se podría seguir. 

Obviamente nada de eso pasó por las cabezas de los “estrategas” de la revuelta –tanto del PC como del resto de los partidos del Apruebo Dignidad y de los “movimientos sociales” que les hacen de furgón de cola–. Naturalmente la caída de Piñera y su gobierno fue una de las posibilidades ciertas que se plantearon, pero todo aquello no pasaba de una refriega oportunista que aprovechaba el estado de ánimo general de la población y la situación de desorden público para lograr apoyo electoral. Era la vía cretinista parlamentaria, que se servía de peticiones de renuncia y acusaciones constitucionales, para sacar a un gobierno burgués y cambiarlo por otro de distinto signo.

El socialismo –al cual la Revista Confrontaciones adhiere– aspira a la conquista del poder político para la clase trabajadora, ya que solo ella permite la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y la construcción de la sociedad socialista. Este es el ABC del socialismo como doctrina política propia de la clase trabajadora (alguien que conozca otro distinto por favor no dude en contactarnos e informarnos cuándo cambió). Este objetivo máximo de su programa no es un delirio de inadaptados sociales sedientos de sangre. Por lo mismo se declara abiertamente, sobre todo a la clase, especialmente con fines de su educación política.

No hay que avergonzarse de dicho objetivo, ni menos esconderlo bajo torcidos “eslóganes” con fines de “radicalización” de la “gente” –eslóganes que por lo demás no pasan de ser, en el 99,9% de los casos, meros prejuicios pequeñoburgueses envueltos en fraseología “revolucionaria”– y/o culebreos argumentativos hechos a punta de frases de buena crianza para quedar bien con quién sabe quién. Eso es oportunismo, cuyo resultado solo puede ser la confusión y desmoralización de los trabajadores. El punto aquí es que, y a diferencia de lo que entienden los grupos “revolucionarios” del variopinto espectro de la izquierda chilena, la conquista del poder político –con la insurrección como una de las posibles vías para obtenerlo– es algo muy distinto a solo botar a un gobierno. De ahí que no resulte raro que siempre, al final del día, termine haciendo involuntariamente de furgón de cola de tal o cual fracción burguesa.

Lo que viene: el desafío constitucional

Ahora bien, volviendo al reciente acuerdo, la cuestión no es si expertos más o expertos menos, el procedimiento eleccionario de los futuros representantes o divagaciones en abstracto acerca de las bondades de la “participación ciudadana” en el proceso por sobre personalidades escogidas a dedo, todos aspectos secundarios al final del día; sino en dilucidar qué es lo que efectivamente se está jugando con el cambio constitucional.

La democracia –y en Chile un régimen de tal tipo– es una de las formas posibles en que la burguesía ejerce su dominación de clase, cuya característica fundamental es la disputa abierta en el seno del Estado que sostienen sus distintas fracciones –representadas en partidos– por hacerse de la conducción de los intereses generales de esta. La distribución del poder es tal que ninguna fracción puede acaparar todo y permanentemente el poder. Hacerse –y hacer– ilusiones con una visión distinta de la democracia lo único que logra es vender humo acerca de esta y la naturaleza del Estado en la sociedad capitalista. Esto no significa, sin embargo, que este régimen de dominación burguesa no deje de plantear ciertas ventajas sobre otras formas, como por ejemplo la dictadura, y que los trabajadores deben, por tanto, defender. En particular, este régimen garantiza una serie de libertades y derechos que facilitan (pero no necesariamente aseguran) la organización autónoma de estos como clase.

En este sentido, lo característico de la actual situación política, que entrampa al conjunto de la burguesía, y que naturalmente se agrava con la torpeza e impericia de la generación gobernante, pero que no es su causa, es que el marco institucional consagrado en la Constitución vigente –surgido fundamentalmente del fin del sistema electoral binominal (2015)– no cumple con canalizar adecuadamente la disputa de los partidos burgueses en pos de una conducción coherente los intereses generales de su clase. Este fragmenta en extremo la representación de los intereses de la burguesía y polariza hasta niveles absurdos la disputa entre sus fracciones. La situación es tal que hoy todo el sistema político está sumido en un parlamentarismo de facto, según reconocen distintos analistas. Esto, en un régimen presidencialista, paraliza la gestión del Estado. Solo a modo de ilustración, piénsese en el rechazo consecutivo por parte del Parlamento de los dos candidatos que el gobierno ha presentado para el puesto de fiscal nacional, cuestión que tiene hoy descabezado al Ministerio Público, una pieza clave dentro del engranaje del sistema de justicia y en medio de una crisis nacional de control del orden público y aumento de delitos. 

En ese sentido, el gran desafío que tiene el proceso constitucional es el de poner fin a la fragmentación del sistema político. Para ello le urge a la burguesía la adopción de medidas que exijan ciertos niveles mínimos de votación a cada partido para aspirar a contar con representación parlamentaria y otras que penalicen la indisciplina y el transfuguismo de sus parlamentarios una vez electos.

No obstante, lo anterior es solo el aspecto burocrático-administrativo de la solución. Una condición para encaminarla, pero no la solución en sí misma a la fragmentación de los intereses de la burguesía local. Aquella tiene su origen en la falta de sustancia programática de los actuales partidos burgueses. En ese sentido, tanto la apelación a los “independientes” en 2019 como a los “expertos” ahora no son sino reversos de una misma medalla. No polos opuestos como se le pretende presentar. Es en verdad el reconocimiento por parte de los partidos políticos que no tienen programas que disputarse más allá del simple cálculo electoral de corto plazo, y para lo cual esto último no sirve para enfrentar el actual desafío. De ahí que deslinden su responsabilidad –que es precisamente la de proponer reformas políticas– en unos o en otros.

La cuestión es que ni independientes ni expertos están por fueran o encima de la sociedad, y del mundo político en especial. Como lo demostró la Convención, los “independientes” incluso terminan por amplificar, más que solucionar, el vacío programático de los partidos burgueses. Mientras que, por otro lado, los “expertos” no son expresión de la fractura entre política y sociedad, sino precisamente producto de una sociedad cuya clase dominante, la burguesía, está huérfana de programa.

En síntesis, ¿cambiar la actual Constitución? Pero ¿para qué? ¿Cuáles son las divergencias programáticas, más allá de los aspectos procedimentales, sobre los cuales gira la disputa de los partidos burgueses? Nadie sabe y he ahí el dilema.

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