El desastre del 7 de mayo: ¿la derrota de qué y quiénes?

Los partidos tradicionales de izquierda son, de una u otra forma, hijos del socialismo, en especial de su ala reformista. Este a su vez es el producto histórico del movimiento de la moderna clase trabajadora; o sea, aquellos que, desprovistos de los medios de producción, se ven obligados a vender diariamente su capacidad de trabajo al capital por un salario para sobrevivir.

A partir de aquella relación básica sobre la que se construyen sin excepción todas las sociedades modernas, el socialismo elaboró un análisis de estas, en particular del proceso de acumulación capitalista y los conflictos sociales que de él derivan, cuya profundidad y agudeza han sido difícilmente igualados por otros cuerpos teóricos. Sobre este se erigió además toda su elaboración programática como movimiento político, cuyo alcance llegaba incluso a la aspiración de remodelar –por una u otra vía– la sociedad en su conjunto.

Si bien las tácticas de los partidos de izquierda consideraron alianzas con otras clases sociales según los objetivos de la situación política, llegando a la adopción parcial de reivindicaciones no propiamente obreras; el centro siempre estuvo, sin embargo, en los trabajadores y sus intereses históricos.

Así la cuestión es que, sin los trabajadores, ningún socialismo es posible: ni como teoría de las sociedades capitalistas ni como movimiento político-social en el seno de estas, aun en la más deslucida de sus versiones.

En contraste, el rasgo distintivo de las actuales izquierdas es que ya no son la expresión en el plano de la política y las ideas de la clase trabajadora. Su base tanto social como ideológica se ha desplazado hacia las clases medias educadas y acomodadas. De aquí que, y en contraste con el socialismo, que pone el énfasis en el trabajo de educación política de masas, las nuevas izquierdas se caracterizan por un lenguaje enrevesado orientado más bien a la academia y a estrechos círculos intelectuales antes que a las clases trabajadoras. En vez de ir a los fundamentos de la sociedad capitalista (la explotación del trabajo), prefieren abrazar, en discursos fuertemente cargados a la moralina, cuanta causa de “minorías oprimidas” se les cruza. Por lo mismo, la mirada de estas izquierdas no está en el futuro, sino en el pasado. De lo que se trata en estas es de hacer “justicia”, “reparando” las humillaciones de las víctimas que el desarrollo histórico y la lucha de clases ha dejado a su paso.

Fue precisamente ese ideario el que inspiró y quedó plasmado en la rechazada propuesta constitucional de la pasada Convención. En este sentido, el 4 de septiembre no fue la derrota del socialismo ni de ideas radicales basadas en la razón, sino de un collage propuestas cada cual más disparatada que las otras (¿qué tenía que hacer la “sintiencia de los animales” (sic) –artículos 98 y 131– en una Constitución política moderna?). Muchos convencionales, ya sea por buenas intenciones, desconocimiento o porque de verdad creyeran sinceramente en ellas, se dejaron llevar por estas ideas. De aquí que los verdaderos y únicos responsables del bochorno constitucional sean aquellos articuladores políticos e intelectuales orgánicos de estas nuevas izquierdas que fungieron de convencionales en el pasado proceso. Su miseria política dejó al descubierto el vacío sobre el que flota la nueva izquierda, incluidos los denominados “movimientos sociales”. Prueba de ello es que la propuesta Constitucional ni siquiera ha sido reivindicada hoy como bandera de lucha tras la cual aglutinar a las masas trabajadoras y populares frente a la arremetida conservadora. Esta simplemente ha caído en el olvido después del plebiscito.

Hábilmente los partidos burgueses tradicionales, especialmente de derecha, han cargado todo el peso de las ridículas ideas del borrador constitucional y otras sobre los hombros de la izquierda en su conjunto, y no sin razón. Aparte de las estrafalarias ideas la “nueva izquierda”, pesan también sobre la izquierda en general reivindicaciones de la peor calaña, a todas luces injustificables a ojos de los trabajadores, que hacen caer en el descrédito cualquier programa mínimamente democratizador que esta pueda enarbolar. Y aquí caen el apoyo a regímenes políticos como los de Venezuela y Nicaragua, la justificación de la invasión rusa a Ucrania, por nombrar algunos. Tanto de unos como de otros, el socialismo debe huir como de la peste. Debe marcar clara diferencia con “la izquierda”. Su programa no tiene nada que ver con esta. Este está en contra de reivindicaciones territorial-identitarias, el colaboracionismo con burguesías de Estado que parasitan y oprimen a los trabajadores, el nacionalismo y el regionalismo antinorteamericano (disfrazado de antiimperialismo).

Sin tener esto a la vista, es imposible entender los resultados de la elección de consejeros constitucionales del 7 de mayo, y la aplastante victoria del Partido Republicano que esta arrojó. No es casual que los trabajadores hayan sido arreados mansamente –bajo el látigo del voto obligatorio– a la contienda electoral sin opción política alguna, y que, bajo un contexto inflacionario, pérdida sostenida del poder de compra de los salarios, desempleo al alza, crisis de seguridad, crisis migratoria, etc., una parte no menor de ellos haya decidido apoyar a dicho partido.

Ya la nueva izquierda y los distintos movimientos sociales territorial-comunitaristas se apresuran a hacer caricaturas del Partido Republicano. En una guerrilla comunicacional de redes sociales, rasgan vestiduras por tales o cuales declaraciones o antecedentes de los consejeros republicanos, lo que supuestamente invalidaría su legitimidad para ocupar los cargos para los que fueron electos. Lo cierto es que nada de eso importó a los votantes, que dejaron a los republicanos como el partido más votado en la historia de Chile (casi 3,5 millones de preferencias).

Por lo demás, lo peor que se puede hacer en política es hacer caricatura del enemigo que se tiene al frente. Eso es el camino seguro a la derrota. Lo cierto es que el Partido Republicano no es el archipiélago de organizaciones y movimientos sociales de la pasada Convención. Menos el fenómeno de redes sociales sin brújula de la Lista del Pueblo. Por el contrario, es una organización que cuenta con un basamento ideológico y un programa definido. Su líder, José Antonio Kast, más allá de lo molesto y provocador que puede resultar su figura para el progresismo biempensante, es un político astuto, hábil, que se ha dedicado constante y metódicamente a levantar este nuevo referente político de la derecha chilena.

Está por verse aún cómo los republicanos administrarán su reciente triunfo electoral, especialmente por eventuales tensiones que podrían generarse en su seno respecto al contenido de la propuesta constitucional y la relación con el resto de las fuerzas políticas representadas en el Consejo (véase por ejemplo los de Luis Silva en entrevista en el Diario Financiero). El Partido Republicano se juega gran parte de su capital político en esta instancia, en especial de cara a las próximas elecciones que se vienen en los próximos años, con la posibilidad de llegar incluso a acceder al gobierno.

No obstante, Kast y sus seguidores cuentan ya con dos logros en su haber. Han demostrado ser capaces de levantar una opción a esta izquierda de nueva generación en dos ocasiones. En la última elección presidencial Kast superó a Boric en primera vuelta, y ahora el Partido Republicano por sí solo superó por lejos al conjunto de los principales partidos oficialistas (Unidad para Chile). Pero eso no es todo. Este desafío al ñuñoísmo ha sido posible a costa de poner previamente de rodillas a los partidos tradicionales de derecha (Chile Vamos).

El escenario político que se configuró producto de la elección de los consejeros constitucionales es particularmente delicado para los trabajadores. El resultado los pone entre la espada y la pared. Esto es, llegar al plebiscito de diciembre próximo bajo la siguiente la disyuntiva: aprobar la propuesta que emane del Consejo liderado por los republicanos –abiertos y declarados defensores del modelo de la Constitución del 80’– y el resto de los partidos de derecha o rechazar, lo que en lo inmediato implicaría quedarse con la Constitución del 80´ reformada. Se trata de un dilema que a todas luces constituye un sinsentido histórico.

Aún no se conocen los contornos definitivos de la futura propuesta de constitucional, pero por las discusiones que se han dado en el comité de expertos designado por el Congreso, en lo que atañe a los intereses de los trabajadores, es muy probable que esta termine por reforzar las ideas matrices del esquema institucional que regula el conflicto entre capital y trabajo consagrado en la actual Constitución. Así, por ejemplo, se está planteando el debate en torno al derecho a huelga y sus alcances: por un lado, quienes quieren circunscribirlo exclusivamente al proceso de negociación colectiva con el empleador y, por otro, los que quieren extenderlo más allá de dicho proceso. Dada la configuración política del consejo, es bastante fácil prever cuál de las dos visiones se impondrá finalmente.

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